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Fundación de la Compañía de la Cruz

  • Foto del escritor: CofradeTV
    CofradeTV
  • 2 ago 2019
  • 9 Min. de lectura


El 2 de agosto de 1875 las cuatro primeras hermanas de la Cruz, tras oír misa en Santa Paula y comulgar con el padre Torres, comienzan su primera jornada. Van pobremente vestidas, en parejas, en silencio, como será la norma desde ese momento. Visitan a los pobres para llevarles unos pequeños obsequios. Están celebrando una pequeña fiesta inaugural de la Compañía. Esa misma noche, cuando llegan a la habitación de la calle San Luis, la despensa está vacía. Así, ayunando, y dándole gracias a Dios por su primer día, duermen radiantes de felicidad en unas humildes esterillas.




Sus primeras compañeras de viaje fueron Josefa de la Peña, que solía acompañar a Ángela en las visitas a los pobres, Juana María de Castro (la futura hermana Sacramento) y Juana Magadón, que aportan mucha ilusión, trabajo abnegado y los pocos bienes de los que disponen para la Compañía de la Cruz en ciernes. El padre Torres le confiere a Ángela el título de Hermana Mayor, título al que renuncia y transfiere a la Virgen María. Alquilan una pequeña habitación en la calle San Luis número 13, donde se instalan e inician la andadura como comunidad.

En los meses siguientes apenas recogen dinero para subsistir y seguir ayudando a los pobres y enfermos. Tras muchas gestiones y la ayuda, entre otros, del hoy beato don Marcelo Espínola, que sería obispo de Coria y cardenal arzobispo de Sevilla más tarde, se trasladan a una pequeña casita en la calle Hombre de Piedra número 8. Con más espacio que en la primitiva ubicación, las hermanas asientan la infraestructura imprescindible para consolidar su obra. En Navidad, por disposición del cardenal Lastra, las hermanas comienzan a vestir el hábito sencillo ideado por Sor Ángela, signo de su consagración a la causa de los pobres: bayeta parda, con escapulario, cordón franciscano, toca blanca y alpargatas de estameña.

Consolidación del Instituto



El 5 de abril de 1876 el cardenal Lastra aprueba el Instituto. Ese mismo año, desde Roma, llega la autorización para la celebración de la Santa Misa y la reserva de la Eucaristía en la capilla del convento de la calle Hombre de Piedra, y en todas las futuras casas de la Compañía.

Poco a poco Sevilla las va conociendo. Suscitaban en aquel momento, como lo siguen haciendo hoy, el cariño y la admiración de todos por su vida sencilla llena de amor a los pobres. Con motivo de la epidemia de viruela de 1876 (que coincidió con las temidas inundaciones del río Guadalquivir) su labor testimonial fue inmensa, y quedaría grabada para siempre en la memoria de todos los sevillanos. Extendieron su obra asistencial (no prevista inicialmente en los estatutos de la Compañía) en atender y recoger a las niñas huérfanas de los enfermos que socorrían. Ese año con la hija de un obrero -que les había pedido, antes de morir, que no la abandonaran-, inician su primera experiencia de internado. Encarnación, la cuarta niña acogida por las hermanas, sanó de unos vómitos de sangre siendo velada en su sueño, durante toda una noche, por sor Ángela. Con el tiempo ingresaría en el Instituto con el nombre de hermana Ángeles, por el cariño hacia la fundadora.

En 1878 falleció el padre Torres Padilla tan santamente como vivió. Pero Dios no abandona a Sor Ángela. El padre José Álvarez Delgado, hijo espiritual y discípulo del padre Torres, le sucedió en el puesto de director de la Compañía. Vivió intensamente la espiritualidad de las hermanas, con gran entrega y entusiasmo, y hasta su muerte llevó bajo la sotana el escapulario de hermano de la Cruz. Fue en 1878, durante una misa del padre Álvarez, cuando sor Ángela pronunció sus votos perpetuos. Sería también el padre Álvarez el que redactara, basándose en los escritos de sor Ángela, las Constituciones de las Hermanas de la Cruz, que fueron aprobadas por el arzobispo Lluch. En unos ejercicios espirituales para las hermanas, sor Ángela escribió: “La primera pobre, yo”. Era el mensaje que quería transmitir al Instituto, y que no dejó de recalcar durante toda su vida, especialmente a las hermanas novicias: “Pobres de hecho y de deseo hemos de ser al pie de la cruz, para servir en su Instituto…comer de vigilia, y a veces de lo que a los demás le sobra…como pobres limosneras; dormir sobre tablas, viajar en tercera, no dispensarnos de ningún trabajo material dentro y fuera del convento por humillante y pesado que sea…y llevar todo esto con alegría, ofreciéndoselo a Dios”.

En 1880 el padre Marcelo Espínola es nombrado obispo auxiliar. Su labor será de gran apoyo para las Hermanas de la Cruz. En 1881 se trasladan a una nueva casa en la calle Cervantes número 12, gracias a las ayudas de muchos benefactores, entre ellos el arzobispo Lluch. Ese mismo año sor Ángela es nombrada Madre General (en vez de Hermana Mayor), aunque todas continúan llamándola “Madre”. En 1882 fallecen el padre Álvarez Delgado y el arzobispo Lluch. La Compañía queda, momentáneamente sin director. En 1883 monseñor Spínola nombra al Padre José Rodríguez Soto como nuevo director espiritual de las Hermanas, cargo que desempeñó durante 24 años. Se cuenta que probó la virtud de sor Ángela, a quien tanto admiraba, en diversas ocasiones, tratándola con severidad. Sor Ángela siempre acató la dirección del Padre Rodríguez Soto con su humildad característica. En aquellos días, sor Ángela propuso colocar una silla especial, entre las Hermanas, y sobre ella, una estampa de la Virgen, a quien siempre consideró la verdadera Superiora de la Compañía. Esta Virgen de la Silla, presidió desde entonces las reuniones dentro de la Casa, y a su paso, las hermanas, depositaban sobre ella un cariñoso beso.

En 1887 se trasladan a la definitiva casa de la calle Alcázares (hoy Santa Ángela de la Cruz). Se trataba de una antigua casa palacio propiedad del marqués de San Gil. Se consiguió gracias a miles de donativos, entre ellos el de doña Emilia Riquelme, la que fuera fundadora de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada. Cuando en su familia le recriminaron tan cuantioso donativo a las hermanas, ella contestó: “No os preocupéis. No he perdido nada. Lo he depositado en un banco que no quiebra”. En 1890 el arzobispo Sanz y Forés pidió a las Hermanas que revisaran las Constituciones para adaptarlas a las nuevas normas de derecho canónico. Con la ayuda del padre Soto, las nuevas Constituciones fueron remitidas a Roma para solicitar la aprobación pontificia. Como la aprobación se retrasaba, en 1894 sor Ángela viajó a Roma para alentar el proceso, pero tampoco pudo conseguirlo. De su viaje a Roma destaca su fascinación, tal y como recogen sus cartas, por la figura del santo mendigo, San Benito José Labre, que pasó toda su vida como “mendigo entre los mendigos”. Ese mismo año monseñor Marcelo Spínola fue nombrado arzobispo de Sevilla, lo que fue celebrado con alegría entre las Hermanas de la Cruz, por su vinculación y compromiso con el Instituto. Nuevas casas se abrían en Villafranca (Badajoz), Arjones, Zalamea de la Serena y Fuentes de Andalucía. En 1897 falleció la infanta María Luisa Fernanda de Borbón y Borbón en el palacio de San Telmo. Fue amortajada y enterrada en el Escorial con el hábito de las Hermanas de la Cruz, por su vinculación y amistad personal con sor Ángela.

En cierta ocasión, en el internado se quedaron sin más pan que el del refectorio para la cena de la comunidad. La hermana San Agustín, cocinera, corrió a buscar a sor Ángela hasta el Oratorio, para comunicárselo. Sor Ángela sonríe. No hay que preocuparse. Sigue orando. Al rato reciben una visita del juzgado de la plaza de la Encarnación anunciándoles que podían ir a recoger una espuerta de pan como limosna para las hermanas. Los panes se habían multiplicado para las niñas internas del Instituto. La precariedad de su economía se resentía en multitud de ocasiones, y el día a día se hacía difícil. A menos que ocurrieran cosas extraordinarias, como cuando les llegó una factura del panadero de 250 pesetas, y no tenían dinero para pagarla. Sor Ángela, en aquella ocasión, rogó al panadero que volviera a cobrar la cuenta un poco más tarde. Al rato, en la portería se recibía anónimamente un sobre con una limosna, una limosna de exactamente 250 pesetas para pagar la cuenta del panadero.

Aprobación definitiva En 1898 el Papa León XIII firmó el “Decreto de Alabanza”, por el que el Instituto de las Hermanas de la Cruz iniciaba el camino para ser aprobado definitivamente por la Santa Sede. Esta aprobación no llegó hasta junio de 1904 y fue ratificada por el Papa Pío X, su sucesor. La conformidad pontificia con los Estatutos, no obstante, había suprimido el cargo de director, por lo que, desde la muerte del padre Rodríguez Soto en 1906, sor Ángela quedó sola al frente de la Compañía. Contaba en aquel momento 61 años, y su trabajo tuvo que multiplicarse, como también lo hizo su correspondencia con las diferentes casas. Se conservan más de 5.000 de aquellas cartas que sor Ángela escribió. En muchas ocasiones se trata de auténticas guías espirituales para las hermanas. En 1908 llegó la aprobación definitiva de las Constituciones.

En 1912 sor Ángela cayó gravemente enferma. Todas las hermanas pensaron que llegaba el último momento. Se le administraron los últimos sacramentos, pero se recuperó y volvió a su trabajo diario, con renovadas fuerzas. En 1925 se cumplían las bodas de oro de la Congregación. Sor Ángela resumió en tres palabras las características del Instituto de las Hermanas de la Cruz: “pobreza, limpieza, antigüedad”. En aquel año las inundaciones del río continuaban asolando Sevilla, y las hermas de la Cruz volvían a regalar todo un ejemplo de vida y caridad con los más necesitados.

En 1928 sor Ángela cesa como Madre General, por razón de edad, tal y como recogían las nuevas Constituciones. Ella siempre aceptó y acató esta decisión. Quedó como “superiora general honoraria” y el nuevo título de Madre General recayó en la hermana Gloria. Pese a su avanzada edad, continuaba trabajando en la cocina de la comunidad, y cumpliendo rigurosamente con los horarios (entre ellos el de levantarse a las cuatro y media de la madrugada). Se le habilita, por deseo suyo, un pequeño cuartito abierto en el hueco de una escalera, con la intención de pasar desapercibida y ser, poco a poco, olvidada. En la sala de labor se encargaba de recordar a las hermanas la “meditación del día”. Como la describe la entonces nueva Madre General, la hermana Gloria, en una carta circular a todas las casas “Madre, cada día más santa”. Cuando le Ayuntamiento de Sevilla, en noviembre de 1928, obsequia a las hermanas con dos lápidas de mármol blanco, una con inscripciones de alabanza para el Padre Torres y otra para sor Ángela, la suya fue a parar, vuelta al revés, como mesa en la enfermería del noviciado, siguiendo sus instrucciones. Iba contra sus principios de hacer el bien “en silencio, sin publicidad; trabajando ocultas como si estuviéramos bajo tierra”.

Últimos instantes El 7 de junio de 1931 sufrió una grave embolia cerebral, después de hacer sus oraciones y oír misa, camino del refectorio para desayunar. Sus últimas palabras fueron: “No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera”. La humildad, la humildad siempre. Después de pronunciarlas estuvo nueve meses sin poder hablar, mientras esperaba con resignación que le llegara el momento de visitar la Casa del Padre. Le había pedido a Dios que le dejara un año de preparación para la muerte. En sus Papeles de Conciencia en 1875, a modo de testamento, señalaba cómo deseaba su camino hacia el Señor: “Es mi voluntad que en mi última enfermedad no me asista ningún médico…que no me muevan de la tarimita…que me dejen como esté vestida…que así expire, llamen a los sepultureros… poniéndome en la caja más vieja y mala que encuentren…y que nadie me acompañe…y cuando se enteren que la hermana Ángela ha estado mala, que ya esté yo enterrada. Es mi última voluntad, no obstante, para ser obediente hasta después de mi muerte, entrego mi cuerpo a la obediencia”. No podrían cumplirse la mayor parte de estas cláusulas, salvo la de la obediencia final.

Falleció el miércoles 2 de marzo de 1932 a las tres menos veinte de la madrugada. Abrió los ojos, alzó sus brazos hacia el cielo y suspiró en tres ocasiones, al tiempo que mantenía una dulce sonrisa en los labios.

Sevilla se despertó esa mañana con la triste noticia. En toda la ciudad se anunciaba que acababa de morir una santa. Una gran muchedumbre se agolpó a las puertas del convento desde primera hora. Al alba las hermanas habían bajado el cuerpo de Madre y lo habían situado en la capilla, sobre la misma tarima donde falleció. En la celebración matinal no hubo lectura de meditación. No hacía falta. El cuerpo de sor Ángela era la mejor reflexión para todas las hermanas. Se abrieron las puertas para los fieles. Y el pueblo quiso despedirla en procesión sin fin hasta las diez de la noche. Y así desde el miércoles hasta el sábado de esa semana. Se calcula que más de 70.000 personas desfilaron ante el cuerpo de sor Ángela. El alcalde de Sevilla, D. José González Fernández de Labandera, atendiendo a “las circunstancias excepcionales que concurren, y dada la obra eminentemente humanitaria y caritativa que desarrolló en vida”, permitió que fuera enterrada en la cripta de la casa Generalicia de Sevilla. Además el Ayuntamiento republicano de Sevilla acordó por unanimidad dar el nombre de Sor Ángela de la Cruz a la antigua calle Alcázares.

El sábado estaba previsto el entierro. En caso de corrupción del cadáver durante los tres días que estuvo expuesto públicamente, los responsables médicos tenían instrucciones de embalsamarlo, pero milagrosamente, no fue necesario. Sor Ángela continuaba como dormida, con una dulce sonrisa en los labios. Presididas por el cardenal Ilundáin, con la presencia de una representación del Ayuntamiento republicano y muchas personalidades de la ciudad, se llevaron a cabo las exequias y se le dio sepultura en la cripta del convento. Sobre su féretro, unas flores de última hora: un ramo de los más hermosos claveles que un obrero había podido comprar con su jornal diario. Ese día se quedaría sin comer, por las flores. Con lágrimas en los ojos, recordaría en cuántas ocasiones las hermanas de la Cruz le habían socorrido y le habían dado un plato de comida.


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